Le vio en el parque. Risueño, torpón, todo ganas de jugar. Abandonado.
Un niño de unos siete años le había traído comida y el cachorro repartía sus energías entre comer y agradecer el regalo al pequeño. Esperó a que acabara y entonces dejó que su perro Branco y el travieso vagabundo jugaran un rato. Daba gusto verlos cazarse. Más o menos de la misma edad, los dos perros disfrutaban como si nada más importara en el mundo. Entonces el joven decidió que si volvía a encontrarse con aquel cachorro, más negro que un tizón, se lo quedaría dándole un hogar. Al fin y al cabo, así llegó Branco a su casa. Una semana más tarde le vio. Esta vez no había saltos ni lametones. El perro estaba tumbado en un rincón del parque. Apenas podía moverse, lleno de colmillazos y un absceso en el lomo que le daban aspecto de herido de guerra. Tenía la boca llena de espuma y una mirada más allá de la tristeza. Agonizaba. No lo pensaron dos veces. El joven y su esposa envolvieron al perro en una manta y le llevaron al veterinario. Allí le drenaron el absceso, le curaron las heridas y le dieron tratamiento. Llevaba días sin beber. La deshidratación y la infección hubieran tardado horas en llevárselo por delante. Hoy Fox, que así se llama, vive con mi hermana y mi cuñado. Tiene una caseta propia en el garaje llena de juguetes que le encanta destrozar y un compañero de juegos tan trasto como él. En apenas un par de semanas ha engordado tres kilos y sus heridas son un mal recuerdo del pasado. Cuando llegan sus papis, sube a la casa y enreda un rato en su manta con Branco. Como todas las noches, cada uno tiene su yogurt con una buena ración de mimos. Y lo más importante, cuando sale al parque, sabe que solo va de paseo.
Es domingo por la tarde, no trabajo ni tengo prisas para absolutamente nada. Estoy escuchando hace un buen rato jazz del bueno. Una de esas voces aterciopeladas que acarician sin tocar. Quizás es por eso que sonrío recordando esas ocasiones- muchísimas, demasiadas- en las que me he tomado la vida a la tremenda. No podré vivir sin él, y realmente sentía cómo poco a poco moría por dentro, incapaz de afrontar esa ausencia. O esa otra vez en que siendo un trasto de seis o siete años, me pringué toda de chicle y otras niñas se rieron de mí- bendita infancia, siempre tan cruel en su inocencia. Imaginé veinte mil excusas para que me cambiaran de colegio. Es curioso como todos esos trances en los que creemos que no vamos a poder echar para delante pierden color y dolor con el tiempo. Vas andando, primero un paso que cuesta un mundo y después los siguientes hasta que, sin saber cómo, ya no pesa tanto el recuerdo. Reconozco que soy tremendista-sageraita como pocas- capaz de ahogarme en un dedal de agua y sin embargo, miro hacia atrás y me asombra ver en qué mareas he tenido que navegar. Y aquí sigo. No se bien si a toro pasado, todo parece más fácil de lo que en realidad fue. O bien es que con el bicho delante, te entran los temblores del parto y solo eres capaz de verle los cuernos al animal. Tal vez sea un poco de todo. Pero hoy no importa. Hoy no tengo prisa, hoy sonrío mientras me recuerdo como a una actriz de cine mudo, dramática y sobreactuada, desgarrando un No voy a poder. Y tanto que si.
Soy de esas personas que utilizan palabras como Hepatoesplenomegalia ¡Oye, y sin atragantarme! Sin embargo, cuando intento decir Propondré me trabo y parece que esté cantando el Porompompero. Peculiar que es una. También soy capaz de sospechar una tiroiditis asintomática por unas simples arañas vasculares en la espalda. Pero cada mañana, cuando voy a coger el coche, doy varias vueltas al barrio. No lo busco, directamente me lo tropiezo. Recordar dónde aparqué la noche anterior es misión imposible. Es desesperante, creedme, pero son estas pequeñas cosas las que hacen que me sonría cada día. Hace poco descubrí que me he desvestido de esa adolescencia trasnochada que me tenía incómoda en mi piel. Me he convertido en una mujer madura con un estilo propio que me encanta. Y no se como ha ocurrido aun que tampoco me importa. Simplemente miro a esa loca del espejo y siento un puntito de admiración. No por lo que veo, sino por lo que soy, por el camino recorrido hasta llegar a ser. Vale, mi vida no es perfecta (ni de coña), yo no lo soy… ni falta que me hace. Entender esto me ha llevado años de sentirme perdida.
Y el resto de alternativas no son más que disfraces de una realidad; no le des más vueltas, que la mentira es circular y acabará mareándote. Qué necia fui.
No suelo pasear, lo reconozco. Entre semana sueño con perderme por un camino rural, rodeada de silencio y de esa sensación de no hay prisas con olor a café y sábanas calientes. Pero cuando llega el momento, el cansancio mental se transforma en losa que me aplasta las ganas. Luego, la rutina comienza de nuevo y me arrepiento. Así que hoy, tirando más de voluntad que de ánimo, cogí la bicicleta y salí de mí casa, dirección a ninguna parte. No recuerdo cuanto rodé, supongo que poco, el frío y la falta de costumbre entumecieron pronto mis piernas. Salí del camino y subí por una loma. Allí me encontré con una mujer bien extraña. En realidad cuanto me rodeaba lo era. Una casa de muros de piedra y tejado de paja, con un establo de madera adosado y una cerca para las gallinas. Un mastín viejo me miró desde la entrada, pero las gallinas parecían interesarle más que yo. La mujer vestía unas ropas curiosas, casi medievales diría. Llevaba una especie de cofia con orejeras que le daba cierta similitud con sus ovejas, una falda larga y andrajosa, y un chal de punto lleno de agujeros y remiendos. Estaba tendiendo en una cuerda sujeta por dos estacas. -Esta tarde lloverá- Me dijo mirando al cielo de reojo- Pero con un poco de suerte se me secarán las hojas. Entonces me fijé. No era ropa lo que tendía, sino páginas escritas en una especie de tejido semejante al papiro. Debí poner cara de no entender nada porque la mujer me preguntó- ¿Qué pasa, nunca has lavado un libro? -No, la verdad- le contesté- ¿para qué lo haces? -Pues para limpiar lo que está sucio- me respondió como si fuera lo más obvio del mundo- Ya soy vieja. Demasiado vieja.-Miró sus manos nervudas llenas de manchas café con leche -Ayer leí mis diarios y vi partes de mi vida más negras que el hollín. No he sido una santa ¿sabes? Pero la vida es dura y a veces hay que hacer cosas para defenderse-Me miró desafiante. -Yo rompí los míos- contesté. No sabía porqué aquella mujer me contaba todo aquello ni qué esperaba que le dijera. -¿Tan sucia ha sido tu vida?- me preguntó. -No, no-respondí.- Empecé a escribirlos porque siempre tuve miedo a olvidar quien era, a perderme en el tiempo. Pero al leerlos supe que ya no necesitaba guardarme por escrito, que yo no era unas frases escritas que pudiera borrar o extraviar. Me di cuenta de que yo era mucho más que mi historia. Mi vida era lo que yo decidiera en cada momento. De alguna manera me había llegado a encontrar. Así que los rompí. La mujer miró las hojas mojadas estrujando con resignación una de ellas. -Tal vez tengas razón, niña. Somos lo que somos en cada momento.
Me llamó la atención en cuanto leí el rótulo de la entrada. Había visto muchos tipos de jardines; los tradicionales de flores, el de los cactus, el de rocas, hasta una vez visité uno de arena- Jardín Zen le llamaban. Pero jamás había oído hablar de un Jadín de Silencios. La curiosidad me pudo, y aun que era tarde, decidí entrar. Me sorprendió no encontrarme con un espacio abierto al aire libre como era de esperar. En su lugar había una gran estancia circular totalmente blanca y desprovista de muebles y adornos. Simplemente no había nada salvo varias puertas dispuestas en círculo, todas iguales, sin nada que diferenciara una de otra. Perpleja, mirando aquel extraño lugar, no reparé en la pequeña figura que se me acercaba sigilosamente. Si hubiera tenido que definir en una palabra a la mujer que tenía ante mi, sin duda hubiera sido blanca. Porque así era su túnica, su pelo y hasta su piel. Con un leve gesto me indicó una de las puertas. Al entrar me encontré en medio de un jardín de los de verdad, con plantas, flores y hasta un riachuelo cruzado por un pequeño puente. Era de noche- no me preguntes cómo podía ser así siendo las cuatro de la tarde- y la luna se reflejaba tímidamente el agua. Encima del puente, unos amantes se abrazaban ajenos por completo a mi presencia. Me retiré prudente para no interrumpir el beso que sus miradas prometían. La mujer blanca me tomó por el brazo y me condujo a una segunda puerta. Esta vez me encontré en un pequeño salón bastante modesto. Muebles baratos y envejecidos. Un hombre sentado en un sofá lleno de latas de cerveza vacías miraba absorto una televisión a todo volumen, mientras una mujer rota se retorcía en el suelo sangrando por los labios y la nariz. Temblaba como una hoja arrastrada por el agua y sus ojos, secos y vacíos, se clavaban en aquel sofá con la resignación de quien espera la muerte. Salí contra mi voluntad. Hubiera querido estrellar el maldito televisor en la cabeza de aquel energúmeno. Pero la dama blanca tiró de mi manga y me llevó a la tercera puerta. Allí me encontré a un joven al borde de una escollera- de nuevo, no me preguntes, yo tampoco consigo entenderlo. Las olas rompían con fuerza en las rocas salpicándole de espuma, pero a él no parecía importarle. Sus manos acariciaban tres rosas blancas. Con un cariño que pocas veces vi, las besó con dulzura y luego las lanzó al agua con esa pena de quien se desprende de su valor más querido. La sal del mar se confundía con la de sus ojos. Salí con un vacío en mi estómago y una pregunta en mi boca. -No entiendo nada- le dije a la Dama- ¿Dónde están los silencios? ¿porqué le llamas a esto Jardín? La mujer me llevó pacientemente a la primera puerta. -Dime, ¿Qué oíste?- me preguntó. -Pues… el agua del río, alguna rana aquí y allá. No se, lo normal de un jardín. -No, no, no- negó con su cabeza- ¿qué oyes entre esos amantes? Entendí lo que me quería decir. -Silencio- respondí. Me repitió la misma pregunta frente a las otras puertas. -Y dime, ¿crees que todos los silencios son iguales? -No- Le dije. Hasta entonces no había reparado en sus extraños ojos azules, única nota de color en aquel ser casi irreal. -Los silencios florecen en nuestras vidas, cada uno con distinto matiz, su propio color, su sabor dulce o amargo. Cada persona siembra su propio jardín de los Silencios. En unos, crecen como malas yerbas, en otros germinan esperanza.
Dicen que puedes naufragar en sus ojos como un viejo marino confiado.
Pero su mirada son dos mares de pena en realidad, quebrados en arrecifes de silencio. Había visto tanto, tanto, que sus ojos sellaron la entrada en impermeable muro a la luz. Y así, de puro hastío, se decidió ciega en un mundo hecho de imágenes.
La ilusión da aliento a tu risa y el frío negro de tus miedos se hace lejano. Ójala esta vez despiertes a tiempo, porque los sueños, sueños son y se marchitan sino se viven.
Una de las personas que más me importan en este mundo está a punto de cometer el error más grande de su vida. Y yo soy testigo muda de esta inmolación sin sentido. Habré de tragarme este grito sin voz, con los ojos demasiado abiertos.
María, o Marieta para nosotros, es una niña de ochenta y cinco años. Medio desdentada, me mira desde su cama con los ojos extraviados, y lo mismo me sonríe y me pide un beso que me escupe y me llama filla de puta. Pasa las horas muertas gesticulando con las manos y contando puntos imaginarios como si aun tejiera. Carga en sus huesos de cristal una vida bien perra, llena de trabajo, ingratitud y lágrimas calladas. Qué dura era mi abuela. Jamás la vi sonreír con alegría hasta que los infartos cerebrales se llevaron sus malos recuerdos y sus fantasmas. Antes de esto, recibía con desconfianza cualquier gesto de cariño, quizás porque siempre debió dar algo a cambio en su juventud. Un marido perverso- mi abuelo- un mal hombre que la convirtió en una rancia amargada. Una familia que abusaba del afecto que María mendigaba para luego darle la patada cuando ya no era útil. Y una hija ingrata- mi tía- que prefirió renegar de ella en vez de ayudarla. Nadie la quiso salvo mi madre. Reconozco que de niña era incapaz de sentir cariño por aquella mujer mandona que siempre me hablaba a gritos. Recuerdo las mañanas de verano en el pueblo, conmigo en su regazo, ella me peinaba estirándome el pelo en una cola de caballo hasta hacerme llorar. Estaba bien orgullosa del peinado de sus nietas y presumía de ello cuando iba a la fuente a por agua. Pero a mi me fastidiaban los tirones de pelo y en salir de casa, montaba en mi bici destartalada y me aflojaba la coleta. Más de un repaso con zapatilla cobré por esto. Veinte años tardó en comprender que una sonrisa se regala porque sí. Que los besos no tienen precio, y que las palabras amables no esconden intención. Durante todo ese tiempo, desde que vino a vivir a nuestra casa, mi abuela se sintió una extraña, un algo a parte de la familia. Me duele pensar que empezó a ser feliz gracias a la locura. Su enfermedad, que para nosotros es una carga pesada por más que la aceptemos con gusto, es para ella una bendición. No recuerda nada de su vida. Tampoco nos conoce, nos llama a todas con el nombre de mi madre a la que a su vez llama Mare (Madre). Vive en su mundo, sin fantasmas que le ahuyenten la sonrisa. Y poco a poco se va apagando. Cada día su conversación es más incoherente y la rigidez en sus miembros me habla un deterioro neurológico progresivo que consiguió domar a esta mujer de hierro, para bien y para mal. Hoy convulsionó por la fiebre. Y he sido consciente de que Marieta morirá algún día. No se si por esta neumonía o dentro de mil años, pero un día la perderé y extrañaré esos tirones de pelo que tanta rabia me daban.
Arístides era un viejo rancio con muy mala leche. Llevaba tantos años sin pronunciar palabra que las gentes del lugar llegaron a creer que era mudo. Pero no, Arístides no hablaba simplemente porque no tenía nada que decir. Sus ojos velados habían visto demasiadas cosas que no hubieran querido ver y ahora su boca se cerraba en rebeldía obstinada. Pasaba días enteros en los vertederos de la ciudad rebuscando entre lo que otros ya no querían. Solía encontrar tesoros revestidos de años de suciedad y mal uso. Tenía esa habilidad; esa que solo tienen los que carecen de casi todo. Dejó el pequeño baúl sobre el mostrador. -¿Qué me traes, viejo?- El anticuario miró la pieza con ojo crítico. Estilo castellano, remaches de forja hechos a mano, frontal de madera labrada en fina rejilla. Pagarían una fortuna por él, pero solo una ínfima parte iría a parar a manos del vagabundo. -Te doy veinte. No creo que saque mucho más de esta basura- Arístides cogió el dinero. Sin regatear, sin escupirle a la cara la palabra que estallaba en su cerebro; ladrón. Un mozo de almacén salió corriendo escoba en mano. Delante de él escapaba un perro viejo, escuálido, negro de puro sucio. -Como te pille, te reviento ¡chucho asqueroso!- Vencido por sus kilos y la fatiga, el mozo había parado su carrera y amenazaba al animal en la distancia. Entonces Arístides y el perro se miraron, y sucedió algo que escapó a la comprensión de cualquier ojo humano. Ven- dijo el anciano. Su primera y única palabra fue para aquel ser indefenso, un marginado como él. Perro y viejo marcharon en silencio, ajenos al resto del mundo, como dos compañeros de camino.
Me tumbé en la arena refunfuñando. Las redondeces donde antes había suaves rectas me habían puesto de mala leche. Oía a los chiquillos trajinando en la orilla, las marujas despellejaban a sus vecinos sin miramientos ni pudor, un par de pijas-osea planeaban su supernoche y yo, en mi toalla, decidí tener un pensamiento filosófico y mandar a tomar por saco a la línea y a las curvas de paso. Sentía el sol en mi espalda como el abrazo de un amante y poco a poco entré en ese estado de no sueño-no vigilia. Cuando abrí de nuevo los ojos solo se escuchaban el romper de las olas y a un grupo de gaviotas enredando en el agua. La playa estaba desierta o eso me pareció. Ni rastro de las mil sombrillas, las esterillas, los turistas ni de las neveras llenas de tuppers con tortilla de patatas y tinto de verano. -Vamos a ver, ¿había pasado un tsunami y me había muerto sin darme cuenta?- Es lo primero que pensé. El sol estaba más o menos en el mismo lugar, luego no había transcurrido mucho tiempo. Me vestí a trompicones, en un estado de ansiedad que crecía por momentos. Hasta que la vi. Detrás de mí, a unos metros de distancia, había una niña pequeña sentada en una silla cara al mar. Al acercarme me di cuenta de que no era una niña, sino una mujer en una silla enorme. Sonreía con la mirada perdida en el agua. Su cara, toda ella, reflejaba una paz que yo no recordaba sentir en mucho, mucho tiempo. De su cuerpo salían palabras. -Señora, se le están cayendo las letras.- No bien dije esto me sentí estúpida. Pero cómo era posible. Indudablemente o me había muerto o estaba soñando. La joven me miró tranquilamente.-Lo se, lo se- me dijo- estoy limpiándome de frustraciones. Se acumulan tantas que no dejan espacio para la alegría; ni siquiera en pequeños sorbos. -Y no es que beba mucho- puntualizó- pero de vez en cuando apetece un chupito de felicidad, ¿no crees? La miré perpleja sin saber que contestar. La mujer hizo una mueca extraña y se le escapó un pequeño eructo tras el cual apareció la palabra Amor. -Lo siento- se disculpó- es que últimamente no se me dan muy bien las relaciones y esta palabra se me había atragantado un poco. La miré en silencio. No tenía claro si era real o estaba teniendo alucinaciones por una insolación y para ser sincera, tampoco me importaba. -Cuando acabes- le pregunté- ¿me prestarías la silla un ratito?
Lo que no das, es lo preciso; lo que no cuentas, me habla de ti. Lo que no haces, pesa igual que tu obra; y tus palabras, por ligeras, escapan a los silencios que narran tu vida.
¿Somos amigos?-preguntó el joven cordero, en ese idioma que sólo entienden los niños.
El pequeño, de cara sucia y mirada triste, frunció el ceño y exclamó- ¡Pues claro! Pero si te ví nacer, eras una bolita peluda que no sabía ni andar. Y sin embargo- contestó el animal- cuando crezcas me matarás para saciar tu hambre. El niño guardó silencio durante unos minutos. Luego, sin mirar a su amigo contestó. -Tranquilo, yo no me haré mayor. Una bomba me matará antes de que mi voz cambie. -Pero si a ti no te pueden comer.- Respondió el cordero. -No importa Bolita, para ellos yo también soy rebaño.
Ya hice el examen del curso (Directora de instalaciones de radiodiagnóstico…El título impone ¿verdad?, pues solo me sirve para seguir haciendo radiografías). Por unas horas volví a mis tiempos de facultad; esto es, mucho café, cuatro horas de sueño, despeño diarreico por la mañana, y un no entender ni lo que se lee justo antes de empezar. Con las clases por la mañana y dos consultas por la tarde, he tenido que rascar horas al sueño para poder estudiar y aun así he ido muy justa de tiempo. Estoy muerta. Eso sí, me he reído lo mío con mis compañeros. Todos postgrado; veterinarios, odontólogos y médicos, haciéndose chuletas que no servían para nada, llegando al estrabismo intentando copiar. Y yo, con mi dislexia, procurando no meter el remo al pasar el cuestionario a la plantilla. Esta tarde me llama O para consultarme sobre la historia de un paciente. Él también hizo la prueba esta mañana. -¡Oye!- me dice- Que se me ha metido un electronvoltio por el culo y se me han iluminado los ojos. ¿Tú crees que eso cuenta como absorbente de radiación o me tengo que colgar un trébol rojo al cuello y considerarme como Zona de acceso prohibido? -Ah, pues no se chico. A mi me ha salido uno por la boca que me ha dejado el pelo a lo rasta, pero yo no me pongo el trébol ni aun que me pasen el dosímetro por las meninges. Lo que hace el cansancio. Bueno, ya os contaré si he aprobado o me mandan de cabeza a la repesca con empacho de física nuclear.
Nunca voy a comer a casa, pero hoy tenía el dichoso curso. Mil años haciendo placas y ahora necesito un papelito que me acredite como directora de instalaciones de radiodiagnóstico. Así que en eso estamos; he vuelto a los electrones, radiaciones electromagnéticas y colimadores. A la salida, me ha sorprendido ver varias ambulancias y coches de policía en dirección al centro de la ciudad. La gente parecía absorta en sus coches, caras largas y más de una expresión de incredulidad. Me sentía rara. Al llegar a mi casa entendí. Cuarenta y una personas han muerto hoy en el metro de mi ciudad. Mientras escuchaba las noticias, seguía oyendo las sirenas en la calle y veía la consternación en esos rostros anónimos de la pantalla. Escribimos nuestras vidas con ligereza, pensando que es una historia sin final. Pero nunca sabemos cuándo se trata del último renglón. Un día como otro cualquiera, te levantas y te vas a trabajar, dejando tantas cosas por hacer, tanto por decir. Un día como otro cualquiera no regresas y nadie puede entender lo absurdo del tiempo perdido, la poca importancia que en realidad tienen las cosas que nos amargan la vida. Estoy de luto con mi ciudad y no me importa quién tiene la culpa ni quién debe asumir responsabilidades. Ahora no, ahora solo quiero llorar.
Allí, en la copa de un árbol me encontré con aquel extraño esparciendo hojas muertas a los cuatro vientos.
Hosco, con cara de pocos amigos, sombrero de copa y un traje raído. Mantenía un equilibrio imposible sobre la frágil rama, balanceándose como un tallo a punto de quebrar. Parecía no importarle la altura, con la mirada extraviada en sus manos lanzaba sus hojas con gesto firme y severo. - ¿Qué haces?- me atreví a preguntar. Sin mirarme si quiera, sin dejar su tarea, me contestó con voz rancia y cansada, – Siembro el Otoño. Mi carcajada paró en seco su trabajo. – Tú estás loco ¡ Pero si es primavera! Me miró con desprecio y sonrisa cínica.- Pobre infeliz ¿Qué harás cuando llegue mi hermano el Invierno? Cuando hielen tus huesos, lluevan tus ojos, se nuble tu mente, nieve en tu pecho y plague de tormentas tus recuerdos. Dime, ¿te burlarás entonces? El viento arrastró la hojarasca formando una cortina entorno al hombre. Me alejé con prisas, sintiendo un galope en el pecho, como el tictac de un reloj implacable. Corrí hasta el borde del tiempo y allí, frente a mi vida, descubrí las primeras hojas muertas de mi otoño.
Excoriaciones de tiempo abren heridas sangrando recuerdos antiguos. ¿Por qué duele lo viejo, si ya no hay corrientes que muevan molino?
Hay días que tengo la sensación de ver mi vida por primera vez, como si fuera una completa desconocida. A veces no me gusta. Esos días, en los que despierto con legañas de tiempo gastado pegadas en la mirada, soy una anciana acabada andando sus últimos pasos. Volver a nacer resulta cansado. Otras, descubro un revuelto de trenzas y hoyuelos, sucias rodillas y el chapoteo de unos pies descalzos en un charco. Una Quijote de lanza en mano, jamelgo huesudo y una sonrisa por escudo. Y pienso en cuantos gigantes de ayer y de hoy lidiaré por el camino.
Se que es una tontería, que miles de personas lo hacen a diario. Pero hace dieciocho años que yo no podía. Primero por la medicación para un foco irritativo, luego no me dejaban por estar baja de peso. Hoy pude donar sangre. Y mientras lo hacía pensaba en hace unos meses, cuando mi padre sufrió una hemorragia digestiva que le llevó a la UCI y el altruismo de donantes anónimos le salvó la vida. Ya ves, veinte minutos de tu tiempo se convierten en años para otra persona. Cuesta poco ¿verdad?
Digo yo, que visto lo visto y con los tiempos que corren, o te radicalizas o no eres nadie. Si eres de derechas debes seguir la máxima del no porque no. Si lo tuyo es la izquierda tendrás que tragar con los pactos adquiridos para poder gobernar, sonriendo a ser posible. Si comulgas con la iglesia, denostarás a tu vecino gay, por más que sepas que es buena gente. Y si tu fe es musulmana mirarás con desprecio a los infieles, aun que tus hijos y los suyos jueguen juntos en el parque. La mente abierta y el criterio propio están démodé. El problema es que yo no encajo en ningún perfil Ultra por más que me empeñe. Así que he decidido montarme mi propia yihad o cruzada andayera y he hecho una Lista negra de Objetivos a perseguir. El primero primerísimo es Newton (dos velas negras para él). Que ya se podía haber comido tranquilamente la manzana y olvidarse de la gravedad. Así no tendría que andar yo preocupada por tener un culo tobillero. El segundo puesto se lo lleva el sádico perverso que inventó el Euribor (lo siento, no se quien es. Mi incultura no tiene límites, como su mala leche). A este no le basta dos velas, dos cirios pascuales por lo menos y un arsenal de agujas en su cabeza. En tercer lugar pongo a los estrógenos, esa hormona loca que me convierte mensualmente en la novia de Chuckie. ¿Os habéis fijado en el anuncio ese en el que sale Miss-sonrisas-profident diciendo- Tengo la regla, y me encanta ser mujer? La mataría. Sí, ser mujer es lo mejor que me ha pasado en la vida, por veinte mil razones excepto por esa. Fíjate tú si soy rarita, que no me hace feliz hincharme como un botijo ni que me duela la barriga. La moda Fitnes es el cuarto elemento. Vamos a ver, trabajo doce horas y se supone que debo encontrar tiempo y ganas para someterme a tortura voluntaria en el banco de abdominales, la bicicleta elíptica y las mancuernas. Pues va a ser que no. Y para acabar, de momento, reservo el quinto puesto para los petardos y petardas que viven de contar con quienes se acuestan, a los buitres que los entrevistan, y a los morbosos que dan coba a semejante esperpento. ¿Y a mi qué me importan las cornamentas ajenas? Bastante tengo yo con cuidar de no llevar una. En fin, supongo que mi lista podría ser mucho más larga. Aceptaría sugerencias, pero ahora que soy radical no puedo entablar diálogo. (Leches, estoy empezando a parecerme a un señor con barbas, político, que cecea un poco al hablar)
Dicen que hablo con las manos y con la mirada. Buena estrategia cuando no encuentro palabras.
Estas últimas semanas han sido agobiantes. Tenía la sensación de vivir para pagar. Ya sabéis, esos meses en los que el noventa por ciento de tu correspondencia son recibos y se te acaban yendo las ganas de abrir el correo. Coincidió con un aumento de pacientes por día, en una época que tradicionalmente siempre es más tranquila. Para acabar de arreglar el panorama, una de las entidades para las que trabajo, está en plena fusión con otra y no he podido escaparme de entrevistas, reuniones, visitas... Me desesperan estas cosas. Soy una médico "a pie de paciente", una "todo terreno" totalmente inútil para cuestiones que se salgan fuera de mi consulta. Así que llegué al punto de sentir que mi vida era el trabajo y que trabajaba para pagar mil facturas que salían como setas en mis cartillas. Dormía mal, tenía en mente a un joven paciente que había ingresado y cuyo proceso diagnóstico se había complicado. No conseguía desconectar ni en mi casa y una mañana acabé llorando en el coche, pensando si tal vez me había equivocado escogiendo mi vida. Ya en el centro, empecé con mi consulta. A media mañana más o menos, me llamó mi compañera de admisión. Me pidió que saliera urgentemente. Mecánicamente, me calcé el fonen al cuello y salí corriendo. Nunca sabes lo que te espera. Sobre el mostrador de admisión, había una enorme cesta de frutas (la más bonita que vi jamás) y una tarjeta que decía:
Porque aun quedan personas como tú por las que merece la pena seguir creyendo en la profesión médica. Mil gracias. Fdo: V (mi paciente del hospital)
Todos mis pacientes en la sala de espera me miraban sonriendo. Y yo, a punto de llorar, recordé de nuevo la razón por la que me levanto cada día para ir a trabajar. No tiene nada que ver con las facturas.
¿Dónde está el límite entre el respeto a una fe y la libertad de expresión?
Hoy me he tropezado con esta imagen en la red. No es espectacular, ni siquiera reciente, pero me llamó la atención inmediatamente. No se exactamente lo que quería transmitir el fotógrafo, y pese a el evidente paralelismo con la crucifixión cristiana, en absoluto le di un sentido religioso y mucho menos antirreligioso. Más bien pensé en la mujer como icono de maternidad y en el sacrificio voluntario y desinteresado que esta supone. Al igual que la figura de Jesucristo ofrece su vida por la salvación, la mujer expone la suya por la vida en si. Esa fue mi lectura, no vi ofensa, ni parodia, ni nada irreverente. Muy al contrario, me pareció una imagen audaz y expresiva. Pero claro, partimos de la base del respeto. Es evidente que la suciedad se aloja en los ojos que miran, más que en lo que se muestra. Y sino fijaros en el sarao que se ha liado con el ya cansino Código Davinci. Una novelita perfecta para un viaje largo. De esas que no puedes dejar de leer pero que con toda probabilidad no volverás a coger en tu vida. Tiene todos los ingredientes, acción frenética, personajes planos a los que no tienes que entender, ni si quiera intuir, y un misterio por resolver. Si a eso le añadimos un poco de polémica y tintes cardenalicios de fondo, ya tenemos un betseller calentito y a punto de ser servido. Pero con la iglesia hemos topado. Ellos solitos han convertido una novela de misterio y ficción en una especie de Necronomicon, una herejía contra la que hay que luchar. Tal vez no se han parado a pensar, que con esa cruzada absurda y sin sentido están validando de alguna forma lo que empezó en el terreno de la ficción. No voy a dar direcciones de las webs que me he tropezado, donde se invita a la ”lucha” contra la novela y la película. No, estaría cayendo en su juego. Pero no puedo dejar de decir, que al leer a esa gente radicalizada hasta lo absurdo, no pude evitar imaginármelos vestidos con túnicas, aborregados entorno a un director espiritual al más puro estilo sectario. Me pregunto cómo se puede pedir respeto cuando se vive sin admitir otras creencias, estilos de vida o condición sexual.
Estos días estamos asistiendo a algo tan curioso como lamentable; la crónica de una muerte en directo. Un enjambre de periodistas sitiando una vivienda privada y haciendo preguntas estúpidas de respuesta obvia. Y yo me cuestiono, hasta qué punto el derecho a la información justifica la vulneración de un momento tan íntimo como es la muerte. Escucho justificaciones vergonzosas a esta actitud. “Ellos han vendido siempre su vida, fomentando el interés del público. Cosechan lo que sembraron”. Y con esto, se lavan las manos al más puro estilo Poncio Pilatos. No voy a opinar sobre las personas que deciden poner precio a su privacidad, allá cada cual. Pero sí me preocupa el interés morboso que las miserias humanas despiertan en eso que llaman audiencia. Me cabrea que las miles de personas que sufren la misma enfermedad, asistan indefensos al seguimiento ”reality show” que se está haciendo de la misma. Y sobre todo, me asusta que esta noticia tenga más repercusión social que la muerte de cinco mil personas en un país ya devastado. Ya no se si el problema es la televisión-basura/radio-bajera, con sus periodistas justificados por la ¿libertad de prensa?, o una conciencia colectiva hipócrita y enfermiza. Reflexión o demagogia. Tú mism@.
Muchas veces confundimos estos conceptos. La dignidad es mantener una postura, fiel a tus principios y a tu forma de ser. El orgullo es obstinarse en algo aun por encima de tus propias ideas y deseos. ¿Qué por qué me dio por pensar en estas tonterías? La culpa la tiene la ducha. Justo a mitad me quedé sin jabón y tenía dos opciones; o remataba la faena con champú o me tragaba el orgullo (y un sermón de paso) y pedía ayuda. Así que me comí con papas el orgullo y todo lo digna que pude le grité a mi madre, - ¡¡ Mamá, tráeme el gel !!. Queda pendiente un próximo post: Madres vs yatelodije
Hoy me he leído y he sentido nostalgia de mi misma. No se cómo ha sucedido pero me he ido perdiendo por el camino. Gastando una parte de mí en cada paso, dando de manera inconsciente el cien por cien sin importar la validez de la lucha. Entre lágrimas secas, no vi lo mojadas que estaban mis ganas de sobrevivir. Y esa humedad salada ha ido pudriendo ilusiones y motivos. Apenas me queda un sueño casi caduco para justificar seguir respirando. Alguien que conoce muy bien las miserias humanas, me dijo que yo había nacido para ayudar a la gente. Y me pregunto cómo puede ser que tantas personas encuentren alivio en mi mano y yo sea incapaz de vivir, simplemente vivir. Está bien, lo acepto. Acepto lo que soy. No tengo fuerzas ni motivos para seguir nadando contra corriente. Sólo espero que pase pronto, como un mal sueño, y pueda despertar de esto que para algunos es la vida. No me quejo, cada cual tiene su historia y se muy bien que cada persona esconde un drama. A veces solo me hace falta leer un par de líneas de vuestros post para reconocer la soledad y la angustia. Veo miedos ocultos en miradas seguras y tranquilas. Un solo gesto me habla de una pena que simplemente se tolera. Una palabra y saltan por los aires los muros de contención, vomitando ese peso que te aplasta las ganas. Yo escucho. Consuelo. Simplemente hago entender que estoy ahí, que el camino no es solitario. Luego yo tengo que arrastrar mis propios baúles y ya no tengo fuerzas para moverlos. Me cansé de andar. Me cansé de hablar. Me cansé de mojar mis lágrimas secas.
No me refiero al síndrome clásico descrito en los años setenta. No. El nuevo Diógenes no acumula basura ni vive en la miseria. No es necesariamente un anciano, no descuida su higiene ni está desnutrido. El Diógenes al que me refiero almacena recuerdos y sentimientos que invaden su vida hasta desahuciarle de si mismo. Vive con todo su pasado, haciéndolo presente hasta bloquear su capacidad de vivir el ahora. Lo más triste es que no puede disfrutar de su propia historia, solo sufrirla. Porque esos recuerdos, esas vivencias andan dispersas en su mente de un modo caótico. Y sin darse cuenta, empieza a almacenar experiencias ajenas, sufrimiento de otros, sentimientos extraños. Sin defensa frente a la "basura" de terceros, carga con culpas, rencores y penas que no le corresponden. Hasta quedarse sin espacio. Hasta asfixiarse. En un estado de extrema soledad y aislamiento social autoinducido. Le da miedo deshacerse de nada, limpiar o guardar porque ya no se reconoce. Y teme, que si le da a cada vivencia su lugar, no sea capaz de verse a si mismo cayendo en el olvido, sin darse cuenta de que cuanto más acumula, más se distorsiona lo propio. Menos espacio queda para esos recuerdos que en realidad son su propia historia. Así somos los nuevos Diógenes.
Pongo estos seis versos en mi botella al mar con el secreto designio de que algún día llegue a una playa casi desierta y un niño la encuentre y la destape y en lugar de versos extraiga piedritas y socorros y alertas y caracoles.
Caminó calzando la desgana, cubierto de temor, manchado de miedos.
Un macuto cargado de ausencias, cuánto pesaban. Los bolsillos vacíos de esperanza, sus ojos huecos de mirada plana y unos pasos marcados por la inercia. Sin meta, sin dirección ni sentido. No importaba el trayecto, simplemente caminaba. Ni día ni noche, ni hoy ni mañana, y un ayer que quemaba. Perdía identidad en cada huella, dejando de ser recordando quién era. Enflaquecido de ilusiones, hambriento de razones, descarnado de vida y los huesos huérfanos de alegría. Sus pasos colmaron el tiempo y se varó en el vértice donde el camino bifurcaba en dos sentidos. Un duro ascenso y una caída en picado.
Con la "B": Animal en celo, con sobredosis de testosterona y dieta de lactante... ···
Seis y media de la mañana. P y yo nos cruzamos con un grupo de adolescentes. Habla un borrego con cara de acné, el más insolente. él: ¿De donde salen dos chicas tan guapas a estas horas? (desde las 9 de la mañana en PortAventura y al final de una noche de fiesta y copas, podíamos estar divinas de morirse... de morirse del susto, claro.) yo: No salimos, entramos. Entramos al hotel a dormir. él: ¿Solitas? No puede ser, yo tengo la solución. Aquí tenéis a 8 hombres (yo suelto carcajada) disponibles a elegir el que más os guste. yo: Anda mira... como un todo a cien. Ahí ya se cabrea. yo: Pues va a ser que no. Buenas noches. Ya se pone borde. él: Entiendo que dos mujeres de vuestra edad ya no aguanten como antes. yo: (sacando uñas) Y yo, lo que no entiendo, es como a la tuya no estás en la cuna con el pañal cambiado. Anda, tira para tu casa que mamá debe de estar de los nervios. P muerta de risa. Yo como un pomelo agrio. él: Qué sosas sois, aun que reconozco que para vuestra edad os conserváis muy bien (insiste). Yo: Qué lástima porque tú, para la tuya, estás hecho un trapo. Aquí ya giramos hacia el hotel. Y entonces, otro de ellos me grita; ¡Que soy virgen! yo: Pues mira que bien, aprovecha la semana santa y sal de paso como Macarena. Ya en el hotel, me disparé yo solita y P lloraba de la risa cuanto más animal me ponía. Pero es que me dieron asco y rabia. No salgo nunca "de busca" ni doy esa impresión. Más bien parezco casi siempre autista y más de una vez me han dicho que voy de sobrada por la distancia que marco, así que esto me pareció de lo peor. Que yo recuerde, a su edad era de otro modo. Pelín menos impresentable. Al parecer, es práctica habitual en determinadas zonas turísticas, que los niñatos de diecitantos veintipocos anden a la caza y captura de treintañeras para sexo fácil. Pero a mis treinta y siete años, prefiero la carne bien hecha. La vuelta y vuelta la dejo para los famélicos (eufemismo de muertos de hambre).
¿No tenéis la impresión de que esta semana todos los días son Lunes?
R llamó ayer al centro para concertar cita. A la pregunta sobre el motivo de consulta contestó; Soy bulímica. Acudió esta mañana, vestida de timidez y con un algo en la mirada que me resultaba extrañamente familiar. Muy joven, con retales de adolescencia todavía prendidos su piel y una necesidad asfixiante de hablar. Y me habló. Me contó el infierno de un año de continuas vomitonas, de atracones y mentiras, de desmayos y sentimiento constante de enfermedad. -¿Para qué?- Esta pregunta la desarma, siempre esperan un ¿porqué?. -Para adelgazar.-Respuesta obvia, supongo.- Engordé mucho, me dejé y todo el mundo, mis amigas, me decían lo gorda que estaba. Es entonces cuando entiendo que su trastorno va más allá de la bulimia, que esta es simplemente un síntoma que empezó mucho antes de ese último año. -R, ¿y por qué te dejaste? ¿porqué empezaste a comer con compulsión?-Percibo su lucha. Se acerca al punto al que no quiere llegar y decido ayudarla. - Verás, hay dos mecanismos que originan una compulsión alimentaria. Uno es el compensatorio; la persona suple con comida las carencias, casi siempre afectivas. El otro es un mecanismo punitivo. La persona come para sentirse mal y así justificar un dolor previo del que no quiere o no puede ver la causa. Se castiga de este modo. -Pues entonces… debía comer por la falta de cariño. Verás… Respiro, se que hemos llegado al origen. -Tenía un novio. Un novio que me pegaba palizas. Lo denuncié.- Se apresura en aclarar.- Siempre me decía lo gorda que era, que estaba conmigo por lástima, que yo no podría atraer a ningún hombre. - Y tú le creíste y comiste para ser lo que él te decía que eras.- La veo tan vulnerable, tiene tanto miedo dentro. -Tenía diez y seis años, fue mi primer amor. ¿cómo puede seguir afectándome después de seis años? ¿ Esto puede haberme hecho enfermar de bulimia? Su bloqueo llega a tal extremo que no ha sido capaz de ver durante todo ese tiempo su caída en picado. -R, la bulimia es solo un síntoma. Tú enfermedad es otra. Eres una víctima de malos tratos y de algún modo, aun que ese engendro esté fuera de tu vida, cada vez que te metes los dedos para vomitar, estás permitiendo que siga abusando de ti, haciéndote daño. Cada vómito es como si él te volviera a golpear. El resto de la entrevista me la reservo. Para vosotros R es anónima, pero para mi no. Mucha gente piensa que los trastornos alimentarios son problemas de espejo. Que estos enfermos son gente superficial que se deja morir por una cuestión estética. Lamentablemente yo se que no, que en la mayoría de los casos sólo hay que rascar el barniz para destapar situaciones como esta. Me lo he tropezado tantas veces, demasiadas.
Hoy es uno de esos días con puntito cabra loca. Me explico; tras diez horas de consulta con un nivel de adrenalina tres palmos por encima de mi cabeza, acabo en mi coche con las coronarias enroscadas en la palanca de cambios e hiperventilando como si fuera a parir. Los casos del día me pasan a toda velocidad por la mente hasta que mi ojo de la ciencia empieza a bizquear. Es entonces cuando pienso- ¡Basta ya! – y paro un momento en el arcén para desenroscarme el sentido común y guardarlo en el bolso junto a las coronarias hechas un ovillo. Sigo repasando la jornada, pero con una perspectiva bien diferente. Y se me ocurre pensar que tal vez debería cambiar mi bata blanca por otros atuendos, según el paciente. Para Carmen me pondría un delantal y unos guantes de pescadera. Ella es una mujer risueña de la que nunca sospecharías el calvario pasado con la enfermedad de su marido. Siempre viene a por recetas. -¿Qué va a ser?- le digo ya en tono de guasa. Se ríe mientras saca el talonario de su bolso. - A ver, ponme dos de Sandimun, una de Fero Gradumet y tres de Pectox lisina.- Yo no doy abasto firmando y rellenando las recetas- Es que de ese tomamos todos; las niñas que fuman, ya sabes… Ah, y me vas a poner también otra de xazal que la pequeña ya me anda con las alergias. - ¿Y no quieres cuarta y media de ibuprofeno? Que ha entrado bien fresco y lo tengo de oferta… Con Pepa, me crecerían las melenas hasta la cintura; llevaría un pañuelo cíngaro, de esos con monedas, en la cabeza; falda de colores hasta los pies y grandes aros en las orejas. Entra con el miedo en sus ojos, y esa expresión de quiero saber pero no me lo digas. Se sienta y me entrega sus analíticas. -No me ocultes nada, dime lo que ves.- Me imagino a mi misma con aspecto de pitonisa, mirando esos papeles en vez de una bola de cristal. Pepa está bien, pero vive angustiada con la posibilidad de sufrir una enfermedad grave. - Veo que no me has hecho caso y sigues sin comer carne.- Ella abre mucho los ojos.- ¿Y tú como lo sabes?- me pregunta. - Me lo dice tu hematocrito. Los glóbulos rojos no me engañan… Con Luís me tendría que vestír de Gurú de la tribu tirando a Chamana. Siempre tengo que negociar los tratamientos con él. -¿Y estás segura de que el antibiótico es imprescindible? Es que a mi los medicamentos… como que no. -Mira,- le contesto con los ojos en blanco- cuando salga el master de curación por imposición de manos, te juro que lo hago. Pero hasta entonces, solo te puedo tratar esa bronquitis con fármacos. Para Valeria, si pudiera me convertiría en una nube de algodón de azúcar. Es una ardillita de tres meses, todo cachetes llenos de hoyuelos cuando sonríe. Reconozco que cuando sus padres vienen a consulta, no les hago ni caso hasta que no he cogido a la peque y me la he comido literalmente a besos. Ellos lo tienen asumido y me dejan hacer. Y así, entre trapito y trapito, llego a casa con la carita de Valeria en la memoria, borrando en parte la angustia de Rosa cuando la he remitido a oncología.
No lo puedo evitar, me vista de lo que me vista, son mis pacientes y forman parte de mi vida.
Audio: Hoy algo tranquilito, para relajar los ánimos. Wishing on a star de Maysa
En ocasiones tengo la sensación de no entender las cosas que me pasan.
Las reacciones de la gente que me rodea me sorprenden, y el desenlace de determinadas situaciones me coge por sorpresa como si me hubiera perdido un capítulo de mi propia historia. Es entonces cuando me planteo que tal vez sea insuficiente la honestidad y el ir de frente. De alguna manera, las personas siempre te interpretan. Sacan conclusiones más allá de lo que ven y de lo que hay. Te adecuan a sus esquemas creando un personaje en torno a ti. Siento no responder a las expectativas. Soy simplemente yo, y eso es algo que ni quiero ni puedo remediar.
Echo de menos aquellos días en los que podía parar y disfrutar de mi entorno. Observar a la gente paseando, abstraídos cada cual en su mundo. Sin prisas, sin meta fija, caminando por el simple placer de caminar. Ver a los perros en el parque armando la de dios en la arena, jugando a cazarse sin más preocupación que hacer felices a sus amos. Verás, soy de ese tipo de personas que se sufren en silencio (eso es, como las almorranas). No, no te rías que no tiene ninguna gracia. Te bastarían un par de días a mi lado para darme la razón. Una tremenda despistada. Y sin embargo, percibo pequeños detalles que generalmente pasan desapercibidos. No me preguntes de qué color son tus ojos, qué ropa llevas o cuando es tu cumpleaños. Seré incapaz de responder. Pero recordaré perfectamente tu estado de ánimo, a qué olías, cómo suena tu risa. Quizás por eso mi visión del mundo es algo distinta y necesito tiempo para captar los matices.
Extraño poder mirar la vida a través de mis ojos sin filtrarla por un reloj.
Normalmente convivo con gente que respira. Pero a veces me visitan fantasmas del pasado.
Y no es que me moleste, soy una persona muy hospitalaria. Pero me aturden, sobre todo cuando coinciden varios y empiezan a discutir. Arman un ruido insoportable, difícil de describir. Yo me quedo callada y observo cómo el tiempo y la muerte no les ha cambiado en absoluto. Si acaso, les ha perfilado en sus miserias. Siguen invadiendo un espacio que no es suyo, paseándose por mi salón como si fuera su casa. Todos opinan, todos creen tener derecho a decidir. Miro el reloj y sonrío. Porque eso es algo que ellos no tienen; Tiempo. Lo agotaron intentando dirigir mis pasos y aun no entienden que ya no es así. Les oigo enzarzarse entre ellos, como alimañas disputando una presa. El perverso intenta dominar a la amargada, la injusta calumnia al cruel, el egoísta agrede a la miserable. Abro la puerta y respiro. Vuelvo a sonreír; yo estoy viva, aun tengo la capacidad de vivir mi vida como yo elija. Y eso es algo que ellos no cambiarán ni con todo el ruido del mundo.