Me llamó la atención en cuanto leí el rótulo de la entrada. Había visto muchos tipos de jardines; los tradicionales de flores, el de los cactus, el de rocas, hasta una vez visité uno de arena- Jardín Zen le llamaban. Pero jamás había oído hablar de un Jadín de Silencios.
La curiosidad me pudo, y aun que era tarde, decidí entrar. Me sorprendió no encontrarme con un espacio abierto al aire libre como era de esperar. En su lugar había una gran estancia circular totalmente blanca y desprovista de muebles y adornos. Simplemente no había nada salvo varias puertas dispuestas en círculo, todas iguales, sin nada que diferenciara una de otra. Perpleja, mirando aquel extraño lugar, no reparé en la pequeña figura que se me acercaba sigilosamente. Si hubiera tenido que definir en una palabra a la mujer que tenía ante mi, sin duda hubiera sido blanca. Porque así era su túnica, su pelo y hasta su piel.
Con un leve gesto me indicó una de las puertas.
Al entrar me encontré en medio de un jardín de los de verdad, con plantas, flores y hasta un riachuelo cruzado por un pequeño puente. Era de noche- no me preguntes cómo podía ser así siendo las cuatro de la tarde- y la luna se reflejaba tímidamente el agua. Encima del puente, unos amantes se abrazaban ajenos por completo a mi presencia. Me retiré prudente para no interrumpir el beso que sus miradas prometían.
La mujer blanca me tomó por el brazo y me condujo a una segunda puerta. Esta vez me encontré en un pequeño salón bastante modesto. Muebles baratos y envejecidos. Un hombre sentado en un sofá lleno de latas de cerveza vacías miraba absorto una televisión a todo volumen, mientras una mujer rota se retorcía en el suelo sangrando por los labios y la nariz. Temblaba como una hoja arrastrada por el agua y sus ojos, secos y vacíos, se clavaban en aquel sofá con la resignación de quien espera la muerte.
Salí contra mi voluntad. Hubiera querido estrellar el maldito televisor en la cabeza de aquel energúmeno. Pero la dama blanca tiró de mi manga y me llevó a la tercera puerta.
Allí me encontré a un joven al borde de una escollera- de nuevo, no me preguntes, yo tampoco consigo entenderlo. Las olas rompían con fuerza en las rocas salpicándole de espuma, pero a él no parecía importarle. Sus manos acariciaban tres rosas blancas. Con un cariño que pocas veces vi, las besó con dulzura y luego las lanzó al agua con esa pena de quien se desprende de su valor más querido. La sal del mar se confundía con la de sus ojos.
Salí con un vacío en mi estómago y una pregunta en mi boca.
-No entiendo nada- le dije a la Dama- ¿Dónde están los silencios? ¿porqué le llamas a esto Jardín?
La mujer me llevó pacientemente a la primera puerta.
-Dime, ¿Qué oíste?- me preguntó.
-Pues… el agua del río, alguna rana aquí y allá. No se, lo normal de un jardín.
-No, no, no- negó con su cabeza- ¿qué oyes entre esos amantes?
Entendí lo que me quería decir.
-Silencio- respondí.
Me repitió la misma pregunta frente a las otras puertas.
-Y dime, ¿crees que todos los silencios son iguales?
-No- Le dije. Hasta entonces no había reparado en sus extraños ojos azules, única nota de color en aquel ser casi irreal.
-Los silencios florecen en nuestras vidas, cada uno con distinto matiz, su propio color, su sabor dulce o amargo. Cada persona siembra su propio jardín de los Silencios. En unos, crecen como malas yerbas, en otros germinan esperanza.
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